miércoles, 4 de septiembre de 2013

Rojo y negro

Libro: Rojo y Negro
Autor: Stendhal

CAPITULO XIII
LAS MEDIAS CALADAS

Novela: es un espejo que paseamos
a lo largo de un camino.
SAINT-REAL.

Cuando divisó Julián las pintorescas ruinas de la antigua iglesia
de Vergy, cayó en la cuenta de que, desde que tres días antes abandonó
el castillo del alcalde de Verrières, la imagen de la señora de Rênal
no se había presentado una sola vez a su pensamiento.
-Esa mujer me recordó, la última vez que la vi, la distancia infinita
que nos separa- murmuró Julián-. Me trató como al hijo de un
obrero... Sin duda quiso demostrarme que se arrepiente con toda su
alma de haberme dejado besar su mano... ¡Y qué preciosa es la tal
manita!...
La posibilidad de hacer fortuna asociándose a Fouqué puso a Julián
en condiciones de raciocinar con cierta facilidad. Ya no se presentaba
con tanta frecuencia la irritación a perturbar sus facultades, ni
la conciencia de su pobreza y de su humildad se alzaba potente como
antes, con menoscabo grave de las operaciones de su intelecto. Colocado
como sobre un promontorio elevado, podía juzgar y hasta dominar
la extrema pobreza y el bienestar material, que él continuaba
llamando riqueza. Cierto que distaba mucho de juzgar su posición
como filósofo, pero no puede negarse que su viaje a la montaña le dio
clarividencia bastante para notar que había vuelto diferente de como
fue.
Extrañóle sobremanera la turbación extrema que dominaba a la
señora de Rênal, mientras él, obedeciendo sus indicaciones, hizo un
relato sucinto de su viaje a la montaña.
Mientras duró la ausencia de Julián, la existencia de la señora de
Rênal fue una serie no interrumpida de suplicios diferentes, pero todos
intolerables. Llegó a ponerse enferma de verdad.
Su estado de ánimo no pasó inadvertido a su prima la señora
Derville, en cuya mente comenzaron a brotar y tomar cuerpo algunas
sospechas. A mayor abundamiento, observó que la señora de Rênal,
que a diario era regañada por su marido a consecuencia de la sencillez
excesiva de su indumentaria, se ponía unas medias primorosamente
caladas, calzaba unos zapatitos coquetones que se había mandado
traer de París y estrenaba un vestido de tela muy vaporosa, que entre
ella y Elisa habían confeccionado a paso de carga, valga la expresión,
durante los tres días de ausencia de Julián, breves instantes después
del regreso de aquel. Su prima vio claro; si alguna duda tenía, se disipó.
-¡Desgraciada!- se dijo ¡Ama!
La vio que hablaba con Julián y observó que, a la palidez más cadavérica,
sucedía con brusquedad en su rostro el encarnado más vivo.
En sus ojos, clavados en los del joven preceptor, se pintaba la ansiedad,
y es que la señora del Rênal esperaba por instantes que Julián se
explicase, diciendo de una vez si su intención era abandonar la casa o
continuar en ella. Como el joven no hiciera la menor alusión al asunto
que tanto preocupaba a la señora, ésta, rendida por los horrorosos
combates que se libraban en su alma, atrevióse al fin a preguntar con
voz temblorosa, que reflejaba toda la intensidad de su pasión.
-¿Piensa usted dejar a sus discípulos y colocarse en otra parte?
La voz incierta y la mirada de la señora de Rênal sorprendieron a
Julián.
-¡Me ama!- se dijo-. Me ama, si; pero no bien se disipe este momento
fugaz de debilidad, que seguramente rechaza su orgullo, recobrará
toda su altanería... Y su debilidad desaparecerá no bien sepa que
no me voy... Mucho sentiré dejar unos niños tan simpáticos y bien
nacidos- contestó como titubeando-; pero es posible que tenga que
hacerlo. En este mundo, también los pobres nos debemos a nosotros
mismos.
Las palabras bien nacidos, frase aristocrática que Julián había
aprendido recientemente, no salieron de sus labios sin agitar el fondo
de antipatía que constituía su carácter.
-¡A los ojos de esta mujer yo no soy bien nacido!- añadió para sus
adentros.
La señora de Rênal, admiradora entusiasta de su genio y enamorada
de su belleza física, creyó morir al escuchar las palabras de Julián,
que dejaban entrever muy a las claras la posibilidad de que
renunciara a continuar siendo el preceptor de sus hijos. Todos sus
amigos de Verrières, que habían venido a comer a Vergy durante la
ausencia de Julián, habíanla felicitado con efusión, y como envidiando
que su marido hubiese tenido la suerte de encontrar en la oscuridad un
hombre prodigioso que era una verdadera lumbrera. Y cuenta que en
sus elogios no influyó poco ni mucho el hecho de que los niños a
quienes enseñaba hubiesen hecho maravillosos progresos, detalle que
probablemente ignoraban aquellos; Pero la circunstancia de que Julián
se supiera de memoria la Biblia, y por añadidura en latín, llenó a todos
los habitantes de Verrières de una admiración que acaso durara un
siglo entero.
Como Julián con nadie hablaba, ignoraba esto. Si la señora de
Rênal hubiera sido dueña de su sangre fría, habría hablado al preceptor
de la reputación conquistada, y en este caso, tranquilizado el orgullo
de Julián, se habría mostrado dulce y cariñoso con ella, tanto más,
cuanto que la encontraba encantadora con su vestido nuevo. Propuso
la pobre señora dar una vuelta por el jardín, mas pronto hubo de confesar
que no podía tenerse en pie. Apoyóse sobre el brazo del joven,
pero, lejos de encontrar fuerzas, el contacto con aquel brazo se las
quitó.
Era de noche. Apenas sentados, Julián, usando de su antiguo privilegio,
tomó la mano de su vecina y posó sus labios sobre su brazo,
aunque, a decir verdad, al hacerlo pensaba en los atrevimientos que su
amigo Fouqué le dijo que había tenido con sus amigas, y no en la señora
de Rênal. Esta oprimió su mano, lo que no le produjo el menor
placer. Lejos de mostrarse, ya que no orgulloso, agradecido por lo
menos a las muestras, demasiado evidentes aquella noche, del amor
que había encendido en el pecho de la señora de Rênal, la hermosura,
la elegancia, la suave frescura de aquella le encontraron punto menos
que insensible. La pureza de alma y la ausencia de emociones pecaminosas
prolongan considerablemente los días de la juventud. El rostro
de las mujeres hermosas envejece casi siempre antes que el alma.
Julián estuvo huraño y displicente toda la noche. Hasta entonces,
toda su cólera iba dirigida contra la sociedad, pero desde que Fouqué
le propuso un medio obscuro de hacer fortuna, no tenía irritación más
que contra sí mismo. Absorto en estos pensamientos, aunque de vez en
cuando dirigía alguna que otra palabra a las señoras, concluyó Julián
por soltar la mano de la señora de Rênal. Esta acción anonadó a la
pobre mujer, que vio en ella la pérdida de sus ilusiones.
Tal vez en su misma virtud habría encontrado fuerzas para defenderse
contra Julián, si hubiese abrigado la seguridad del amor de
aquel; pero, loca de terror, extraviada por el miedo de perderlo para
siempre, su pasión la arrastró hasta el extremo de tomar la mano que
Julián, en su distracción, había dejado apoyada sobre el respaldo de
una silla. La acción electrizó al joven ambicioso, quien habría anhelado
que la presenciasen todos los nobles orgullosos que, en la mesa, le
contemplaban con sonrisa de protección en el extremo más humilde,
sentado entre sus discípulos. Pensó que aquella mujer no le despreciaba,
no le consideraba colocado en nivel más bajo que el suyo propio, y,
como consecuencia, que era deber suyo mostrarse sensible a su belleza,
ser su amante, en una palabra.
La súbita determinación que acababa de adoptar fue para él motivo
de una distracción agradable. Sus pensamientos tomaron rumbos
precisos, desaparecieron de su imaginación las vacilaciones y se dijo
que necesitaba poseer a una de las dos señoras. Su orgullo hubiese
preferido enamorar a la señora Derville, no ciertamente porque ésta
fuese más bella ni más agradable que la señora de Rênal, sino porque
le conoció ya envuelto en cierta aureola de ciencia, y no como joven
campesino, en mangas de camisa, como le vio por primera vez la
última. ¡No sospechaba el ambicioso que precisamente como obrero
mal vestido, de pie junto a la verja del jardín, encendido y tímido, sin
atreverse a llamar, era como la señora de Rênal se lo imaginaba más
seductor!
Continuando el examen de su posición, Julián comprendió que
debía renunciar a la conquista de la señora Derville, a cuya perspicacia
no habría escapado probablemente la predilección que la señora de
Rênal le testimoniaba. Obligado a conformarse con esta última, se
preguntó el preceptor:
-¿Qué conozco del carácter de esta mujer? Muy poca cosa: únicamente
que antes de mi viaje era yo quien tomaba su mano, y ella quien
retiraba la suya; y que hoy retiro yo la mía y ella la toma y la oprime.
¡Hermosa ocasión para devolverle todos los desdenes de que ella me
ha hecho objeto! ¿Cuántos amantes habrá tenido...? ¡Dios lo sabe! Es
posible que, si se decide en mi favor, es porque conmigo puede verse a
solas cuando guste.
¡He aquí el fruto desdichado de una civilización excesiva! A los
veinte años, el alma del joven que ha recibido alguna instrucción se
encuentra a cien leguas de esa hermosa confianza que es el más dulce
condimento del amor, de esa fe sin la cual aquel sentimiento resultaría
en muchas ocasiones obligación tediosa y desagradable.
-Obligación mía es derribar la virtud de esa mujer- continuó diciendo
la vanidad del joven-, no por satisfacer un amor que no siento,
sino porque si algún día hago fortuna, y alguien me echa en cara lo
humilde de mi empleo de preceptor, podré replicar que fue el amor y
no la necesidad lo que me indujo a aceptar el cargo.
Julián retiró la mano que la señora de Rênal le había tomado, y
segundos después, fue la suya a buscar la de aquella. A medianoche,
cuando entraron en el castillo, preguntó la señora de Rênal a media
voz:
-¿Nos dejará usted? ¿Nos abandonará?
-Fuerza será que me vaya, señora, porque tengo la desgracia de
amar a usted con toda mi alma- contestó Julián exhalando un suspiro-.
Mi amor es una falta... falta que agrava extraordinariamente mi condición
de preceptor... y mis anhelos de hacerme sacerdote.
¡Cuán diferente noche pasaron nuestros dos personajes! Enloquecían
a la señora de Rênal los transportes más vivos de voluptuosidad
moral, sin que los contaminase poco ni mucho la materia. Una doncella
coqueta cuya alma se abre demasiado pronto al amor, se acostumbra
a éste, y cuando llega a la edad de la verdadera pasión, ya no se
encuentra en estado de apreciar el encanto de la novedad. Como la
señora de Rênal no había amado nunca, ni leído novelas, nuevas eran
para ella todas las fases, todos los tonos de su dicha, cuya pureza no
empañaban realidades tristes ni amargaba el espectro del porvenir.
Creyó que tan dichosa como era en aquel instante sería diez, quince
años más tarde. En vano se presentó a su imaginación la idea de su
virtud, el pensamiento de la fidelidad jurada a su marido: ambas imágenes
las desterró como a huéspedes importunos. ¿Cómo no, si estaba
resuelta a no conceder nunca el favor más insignificante a Julián, si
creía que podría vivir en lo sucesivo como vivía desde un mes antes?.


¿Por qué este capítulo?, ¿Por qué este libro?  No sé... 

Hasta mañana.

2 comentarios:

  1. Simplemente GRACIAS por todo! Sos una persona especial. Te quiero mucho. GRACIAS!! :D

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