lunes, 28 de abril de 2014

Una vida feliz 5: Fitter, happier.


En esta sección no hablamos de una felicidad de pose.  No buscamos la felicidad para pretender ser.  La felicidad también aceptando las frustraciones, los negros y los grises como una manifestación de la vida.  El dolor es inevitable y hacer de cuenta como que no existe o encontrar siempre la manera de no existir en el dolor es una manera de evitar.  No nos gusta sufrir (desde chiquitos escuchamos que sufrir es malo, al dolor tenemos que evitarlo, si duele la cabeza nos tomamos una aspirina, si estamos tristes tenemos que sonreir y siempre sonreir).
Permitirnos emocionar es sano.  Permitirnos llorar.  Permitirnos atravesar el invierno también nos enseña.
La tristeza o la frustración puede ser el motor de cambio, el caldo de cultivo para el aprendizaje.

El psicólogo Ed Diener, profesor universitario americano, investigó sobre la felicidad y es reconocido por sus trabajos sobre bienestar y por la SWLS (Satisfaction With Life Scale), que junto a Robert A. Emmons, Randy J. Larsen y Sharon Griffin, idearon un breve cuestionario para medir la satisfacción con la vida.

Son cinco afirmaciones en las que se puede estar o no de acuerdo en una escala de 1 a 7, siendo:
Completamente de acuerdo (7); De acuerdo (6); Más bien de acuerdo (5); Ni de acuerdo ni en desacuerdo (4); Más bien en desacuerdo (3); En desacuerdo (2); Completamente en desacuerdo (1).

Las afirmaciones son:
1-En la mayoría de las cosas, mi vida está cerca de mi ideal.
2-Las condiciones de vida son excelentes.
3-Estoy satisfecho con mi vida.
4-Hasta ahora he conseguido las cosas que para mí son importantes en la vida.
5-Si volviera a nacer, no cambiaría casi nada de mi vida.

Básicamente, entre 30 y 35 puntos se corresponde con una alta satisfacción, el valor medio está entre 20 y 24 y por debajo de 10 se trata de una persona claramente insatisfecha.

Si te animás a hacer este cuestionario, respondé con honestidad...
Todo esto me hizo acordar a "Fitter, happier" de Radiohead.







Fitter, happier. More productive. Comfortable. Not drinking too much. Regular exercise at the gym (3 days a week).  Getting on better with your associate employee contemporaries. At ease. Eating well (no more microwave dinners and saturated fats). A patient, better driver. A safer car (baby smiling in back seat). Sleeping well (no bad dreams). No paranoia. Careful to all animals (never washing spiders down the plughole). Keep in contact with old friends (enjoy a drink now and then). Will frequently check credit at (moral) bank (hole in the wall). Favours for favours. Fond but not in love. Charity standing orders. On Sundays ring road supermarket. (No killing moths or putting boiling water on the ants). Car wash (also on Sundays). No longer afraid of the dark or midday shadows. Nothing so ridiculously teenage and desperate. Nothing so childish. At a better pace. Slower and more calculated. No chance of escape. Now self-employed. Concerned (but powerless). An empowered and informed member of society (pragmatism not idealism). Will not cry in public. Less chance of illness. Tires that grip in the wet (shot of baby strapped in back seat). A good memory. Still cries at a good film. Still kisses with saliva. No longer empty and frantic. Like a cat. Tied to a stick that’s driven into frozen winter shit (the ability to laugh at weakness). Calm. Fitter, healthier and more productive. A pig. In a cage. On antibiotics.


Más en forma, más feliz. Más productivo. Cómodo. No beber demasiado. Ejercicio regular en el gimnasio (3 días a la semana). Desenvolverse mejor con sus empleados asociados actuales. A gusto. Comer bien (no más cenas de microondas ni grasas saturadas). Un mejor conductor, más paciente. Un coche más seguro (niño sonriente en el asiento trasero). Dormir bien (sin malos sueños). Sin paranoia. Cuidadoso con todos los animales (nunca tirar arañas por el desagüe). Mantenerse en contacto con viejos amigos (disfrutar de una copa ahora y entonces). Verificar con frecuencia el crédito en un banco (moral) (agujero en la pared). Favores por favores. Cariñoso pero no enamorado. Órdenes permanentes de pago a la caridad. Los domingos desviarse al supermercado. (No matar las polillas o echarles agua hirviendo a las hormigas.) Lavar el coche (también los domingos). Dejar de temerle a la oscuridad o a las sombras de mediodía. Nada tan ridículamente adolescente ni desesperado. Nada tan infantil. Al mejor ritmo. Más despacio y calculado. Sin oportunidad de escape. Ahora autoempleado. Preocupado (pero impotente). Un miembro de la sociedad facultado e informado (pragmatismo, no idealismo). No llorar en público. Menos propicio a enfermarse. Neumáticos que se agarren en suelo húmedo (foto del bebé asegurado en el asiento trasero). Una buena memoria. Aún llora con una buena película.Aún besa con saliva. No más ser vacío y frenético. Como un gato. Atado a un palo que es llevado a un invierno muy frío (la habilidad de reír de la debilidad). Calma. Más en forma, sano y productivo. Un cerdo. En una jaula. Con antibióticos.



Abrazo.

martes, 22 de abril de 2014

Vuelvo a mi pueblo

En el día de la tierra, celebro el lugar donde vivo hoy.  Aquí me crié, aquí crecí.
Aquí reconozco las baldosas de la vereda de todas las cuadras, el kiosko, el colegio secundario.
La gente se saluda por la calle aunque no se conozca.  Los autos frenan para dejar pasar.
Aquí la mayoría nos conocemos, aunque sea de nombre.
Cada vez que camino por las cuadras del centro es como si caminara por mis 16 años.
Cuando íbamos a encender unos cigarrillos a la estación, cuando comíamos una pizza donde ahora hay una heladería, cuando salíamos a bailar al boliche que otra vez cambió de nombre.

Capullo de una mariposa

Vuelvo a respirar este aire fresco.  De pueblo, de toda mi vida.
Qué alivio respirarte, ahora me doy cuenta cómo te necesitaba, mi tierra.  Aquí me quedo.  Feliz día.

"¿Y si traes semillas?
Muchas semillas,
para que no enfermes de ciudad
y me puedas salvar..."

                                                           Pedro Ortiz




domingo, 20 de abril de 2014

Algo muy grave va a sucederle a este pueblo


"Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 19 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde: ‘No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo’.

El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice: ‘Te apuesto un peso a que no la haces’. Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, ¡si era una carambola sencilla! Y él contesta: ‘es cierto, pero me he quedado preocupado de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo’.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá, feliz con su peso y le dice: Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto. ¿Y por qué es un tonto? Porque no pudo hacer una carambola sencillísima, según el preocupado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo. Y su madre le dice: No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces ocurren.

Una pariente que estaba oyendo esto y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: ‘Deme un kilo de carne’, y en el momento que la está cortando, le dice: Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado’. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar un kilo de carne, le dice: ‘mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas’. Entonces la vieja responde: ‘Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos…’ Se lleva los cuatro kilos, y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor.

Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, alguien dice: ¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo? ¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor! Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor. Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor. Sí, pero no tanto calor como hoy. Al pueblo, todos alerta, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: ‘Hay un pajarito en la plaza’. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito. Pero señores, dice uno siempre ha habido pajaritos que bajan aquí. Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. Yo sí, soy muy macho -grita uno-. Yo me voy. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve. Hasta que todos dicen: ‘Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos’. Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: ‘Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa’, y entonces la incendia y otros incendian también sus casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, le dice a su hijo que está a su lado: ¿Viste mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?."




Un cuento de Gabriel García Márquez, sobre profecía auto-cumplida.

Cariños.

Lo recordamos a él: Gabriel García Márquez.

Cuando iba a la secundaria, nuestra profesora de literatura nos daba para leer algunos libros y después nos tomaba examen.
Fue así como leí "Relato de un náufrago", lo recuerdo con un obligatorio gusto a sal:



"La luz de cada día

No amaneció lentamente, como en la tierra.  El cielo se puso pálido, desaparecieron las primeras estrellas y yo seguía mirando primero el reloj y luego el horizonte.  Aparecieron los contornos del mar, habían transcurrido doce horas, pero me parecía imposible.  Es imposible que la noche sea tan larga como el día.  Se necesita haber pasado una noche en el mar, sentado en una balsa y contemplando un reloj, para saber que la noche es desmesuradamente más larga que el día.  Pero de pronto empieza a amanecer y entonces uno se siente demasiado cansado para saber que está amaneciendo.

Eso me ocurrió en aquella primera noche de la balsa.  Cuando empezó a amanecer ya nada me importaba.  No pensé ni en el agua ni en la comida.  No pensé en nada hasta cuando el viento empezó a ponerse tibio y la superficie del mar se volvió lisa y dorada.  No había dormido un segundo en toda la noche, pero en aquel instante sentí como si hubiera despertado.  Cuando me estiré en la balsa los huesos me dolían.  Me dolía la piel.  Pero el día era resplandeciente y tibio, y en medio de la claridad, del rumor del viento que empezaba a levantarse, yo me sentía con renovadas fuerzas para esperar.  Y me sentí profundamente acompañado en la balsa.  Por primera vez en los 20 años de mi vida me sentí entonces perfectamente feliz.

La balsa seguía avanzando, no podía calcular cuánto había avanzado durante la noche, pero todo seguía siendo igual en el horizonte, como si no me hubiera movido un centímetro.  A las siete de la mañana pensé en el destructor.  Era la hora del desayuno.  Pensaba que mis compañeros estaban sentados en la mesa comiéndose una manzana.  Después nos llevarían huevos.  Después carne.  Después pan y café con leche.  La boca se me llenó de saliva y sentí una torcedura leve en el estómago.  Para distraer aquella idea me sumergí en el fondo de la balsa hasta el cuello.  El agua fresca en la espalda abrasada me hizo sentir fuerte y aliviado.

Estuve así largo tiempo, sumergido, preguntándome por qué me fui a la popa con Ramón Herrera, en lugar de acostarme en mi litera.  Reconstruí minuto a minuto la tragedia y me consideré como un estúpido.  No había ninguna razón para que yo hubiera sido una de las víctimas: no estaba de guardia, no tenía la obligación de estar en cubierta.  Pensé que todo había sido por culpa de la mala suerte y entonces volví a sentir un poco de angustia.  Pero cuando miré el reloj volví a tranquilizarme.  El día avanza rápidamente: eran las once y media."


Gracias, maestro.

Cariños.

domingo, 13 de abril de 2014

Amores de bosques y de embrujos (para comerte mejor)

Así se llama el libro de la Lic. Silvia Zaffirio y sus poemos de cuento-realidad, poetizando una relación entre Barba Azul y Caperuza...
El le da lo que ella estaba esperando y la atrapa.



Sobre cómo atrapan a las Caperuzas...

Puedo decir
que me escurro por los muros ilusorios de este mundo.

Muros que nos atrapan a veces.
Otras
nos contienen.

Creemos 
siempre acorde a nuestra mirada
a nuestra intención
y ellos son los mismos.

Puedo decir que me escurro
en la amplitud de toda posibilidad
en esa que no tenemos rumbo
                        y me pierdo
y nos perdemos.

En los cantos de sirenas.

Y nos perdemos.


Además de un cuento y poemas, la autora nos regala algunas observaciones:

"La crisis.
Creciendo en cada batalla en la que soltamos lo que nos quema.
El mal.
El mal y el bien en ciernes, siempre, y nos perdemos si no saltamos...
Y en este salto caemos a un hueco desvestido tocando extranjería re-naciendo a cada rato
con miedo sin fronteras y esperanzas largas.

Y resucitamos
                     en cada adiós."

En este libro la autora se propuso transformar los dolores en amores, en un acto de creación recíproca: lector y autora.  Crear en el vacío que deja la renuncia.  Crear para el bien.  Crear para donar alegrías tardías que sanan.  Crear para gritar "hola" en una tarea de humanización.


Impecable.  Gracias Silvia.
Cariños.



martes, 1 de abril de 2014

Juan Salvador Gaviota ::: Richard Bach


Amanecía y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo. Un pesquero chapoteaba a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la bandada de la comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro día de ajetreo.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un... sólo... centímetro... más... Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de vuelo más elementales: como ir y volver entre playa y comida. Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura, experimentando.
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire más tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el normal chapuzón al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se desanimaron aún más.
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no eres más que hueso y plumas!

-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar es muy bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la razón de volar es la comida.
Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos, intentó comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y batiéndose con la bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de pan y algún pez. Pero no le dio resultado.
Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Había tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.
A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos voló a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza a ceder.
Podremos alzarnos sobre nuestra ignorancia,
podremos descubrirnos como criaturas de perfección...
A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. 
No hay forma de evitarlo. Soy Gaviota. Soy limitada por naturaleza. 
Si estuviese destinado a aprender tanto sobre volar, tendría por cerebro cartas de navegación
Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado, trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a alta velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez que trataba de mantener alzada al máximo su ala izquierda, giraba violentamente hacia ese lado, y al tratar de levantar su ala derecha para equilibrarse, entraba, como un rayo, en una descontrolada barrena.
Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez veces lo intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora, terminó en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.
Empapado, pensó al fin que la clave debía ser mantener las alas quietas a alta velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces dejar las alas quietas.
Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical, el pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y estables desde el momento en que pasó los setenta kilómetros por hora. Necesitó un esfuerzo tremendo, pero lo consiguió. En diez segundos, volaba como una centella sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora. ¡Juan había conseguido una marca mundial de velocidad para gaviotas!
Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en el instante en que cambió el ángulo de sus alas, se precipitó en el mismo terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por hora, el desenlace fue como una explosión de  dinamita. Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo.
Era ya pasado el anochecer, cuando recobró el sentido, y se halló a la luz de la luna y flotando en el océano. Sus alas desgreñadas parecían lingotes de plomo, pero el fracaso le pesaba aún más sobre la espalda. Débilmente deseó que el peso fuera suficiente para arrastrarle al fondo, y así terminar con todo.
A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. No hay forma de evitarlo. Soy gaviota. Soy limitado por la naturaleza. Si estuviese destinado a aprender tanto sobre volar, tendría por cerebro cartas de navegación. Si estuviese destinado a volar a alta velocidad, tendría las alas cortas de un halcón, y comería ratones en lugar de peces. Mi padre tenía razón. Tengo que olvidar estas tonterías. Tengo que volar a casa, a la bandada, y estar contento de ser como soy: una pobre y limitada gaviota.
La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió. Durante la noche, el lugar para una gaviota es la playa y, desde ese momento, se prometió ser una gaviota normal. Así todo el mundo se sentiría más feliz.
Cansado se elevó de las oscuras aguas y voló hacia tierra, agradecido de lo que había aprendido sobre cómo volar a baja altura con el menor esfuerzo.
La luna y las luces centellando en el agua, trazando luminosos senderos en la oscuridad...
-Pero no -pensó-. Ya he terminado con esta manera de ser, he terminado con todo lo que he aprendido. Soy una gaviota como cualquier otra gaviota, y volaré como tal.
Así es que ascendió dolorosamente a treinta metros y aleteó con más fuerza luchando por llegar a la orilla.
Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera de la bandada. Ahora no habría nada que le atara a la fuerza que le impulsaba a aprender, no habría más desafíos ni más fracasos. Le resultó grato dejar ya de pensar, y volar, en la oscuridad, hacia las luces de la playa.
¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad!
Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato todo esto, pensó. La Luna y las luces centelleando en el agua, trazando luminosos senderos en la oscuridad, y todo tan pacífico y sereno...
¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si hubieras nacido para volar en la oscuridad, tendrías los ojos de búho! ¡Tendrías por cerebro cartas de navegación! ¡Tendrías las alas cortas de un halcón!
Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó. Sus dolores, sus resoluciones, se esfumaron.
¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de un halcón!
¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más que un ala muy pequeñita, no necesito más que doblar la parte mayor de mis alas y volar sólo con los extremos! ¡Alas cortas!
Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento en el fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las antealas a su cuerpo, dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento, y cayó en picado vertical.
El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. La tensión de las alas a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien, y con un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente el picado y salió disparado sobre las olas, como una gris bala de cañón bajo la Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! ¡Si pico desde mil metros en lugar de quinientos, ¿a cuánto llegaré...?
Olvidó las recientes  resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran viento. Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había hecho a sí mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas que aceptan lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no necesita esa clase de promesas.
Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada de la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación.
Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus antealas, extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia el mar. Al pasar los dos mil metros, logró la velocidad máxima, el viento era una sólida y palpitante pared sonora contra la cual no podía avanzar con más rapidez. Ahora volaba recto hacia abajo a trescientos veinte kilómetros por hora. Tragó saliva, comprendiendo que se haría trizas si sus alas llegaban a desdoblarse a esa velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de gaviota. Pero la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad era pura belleza.
Empezó su salida del picado a trescientos metros, los extremos de las alas batidos y borrosos en ese gigantesco viento, y en ese camino, el barco y la multitud de gaviotas se desenfocaban y crecían con la rapidez de una cometa.
No pudo parar; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad.
Una colisión sería la muerte instantánea.
Así es que cerró los ojos.
Sucedió entonces que esa mañana, justo después del amanecer, Juan Salvador Gaviota salió volando directamente en medio de la bandada de la comida marcando trescientos dieciocho kilómetros por hora, los ojos cerrados y en medio de un rugido de viento y plumas. La Gaviota de la Providencia le sonrió por esta vez, y nadie resultó muerto.
Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo azul, aun zumbaba a doscientos cuarenta kilómetros por hora. Al reducir a treinta y extender sus alas otra vez, el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo.
Sólo pensó en el triunfo, ¡La velocidad máxima! ¡Una gaviota a trescientos veinte kilómetros por hora! Era un descubrimiento, el momento más grande y singular en la historia de la Bandada, y en ese momento una nueva época se abrió para Juan Gaviota. Voló hasta su solitaria área de prácticas, y doblando sus alas para un picado desde tres mil metros, se puso a trabajar en seguida para descubrir la forma de girar.
Se dio cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de su ala una fracción de centímetro, causaba una curva suave y extensa a tremenda velocidad. Antes de haberlo aprendido, sin embargo, vio que cuando movía más de una pluma a esa velocidad, giraba como una bala de rifle. Y así fue Juan la primera gaviota de este mundo en realizar acrobacias aéreas.

No perdió tiempo ese día en charlar con las otras gaviotas, sino que siguió volando hasta después de la puesta del sol. Descubrió el rizo, el balance lento, el balance en punta, la barrena invertida, el medio rizo invertido.
¿Quién es más responsable que una gaviota que ha encontrado y persigue un significado, un fin más alto para la vida?
Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los peces, pero ahora tenemos una razón para vivir, para aprender, ¡Para ser libres!  Su único pesar no era la soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba...

Cuando Juan volvió a la bandada ya en la playa, era totalmente de noche. Estaba mareado y rendido. No obstante, y con verdadera satisfacción, dibujó un rizo para aterrizar y una vuelta rápida justo antes de tocar tierra. Cuando sepan, pensó, lo del descubrimiento, se pondrán locos de alegría. ¡Cuánto mayor sentido tiene ahora la vida! ¡En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a los pesqueros, ¡hay una razón para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra ignorancia, podremos descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia y habilidad. ¡Podremos ser libres! ¡Podremos aprender a volar!
Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas.
Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando Juan tocó tierra, y parecía que habían estado así reunidas durante algún tiempo. Estaban, efectivamente, esperando.
-¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! -las palabras de la gaviota mayor sonaron con la voz solemne propia de las altas ceremonias. Ponerse en el centro sólo significaba gran vergüenza o gran honor. Situarse en el centro por honor, era la forma en que se señalaba a los jefes más destacados entre las gaviotas. Por supuesto, pensó, la bandada de la comida esta mañana vio el Descubrimiento. Pero yo no quiero honores. No tengo ningún deseo de ser líder. Sólo quiero compartir lo que he encontrado, y mostrar esos nuevos horizontes que nos están esperando. Y dio un paso al frente.
-Juan Salvador Gaviota -dijo la mayor-. ¡Ponte en el centro para tu vergüenza ante la mirada de tus semejantes!
Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. Sus rodillas empezaron a temblar, sus plumas se combaron, y le zumbaban los oídos. ¿Al Centro para deshonrarme? ¡Imposible! ¡El descubrimiento! ¡No entienden! ¡Están equivocados! ¡Están equivocados!
-Por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz solemne-, al violar la dignidad y la tradición de la familia de las gaviotas...
Ser puesto en el centro por deshonor significaba que le expulsarían de la sociedad de las gaviotas, desterrado a una vida solitaria en los lejanos acantilados.
-Algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se paga. La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo que hemos nacido para comer y vivir el mayor tiempo posible.
Una gaviota nunca replica al consejo de la bandada, pero la voz de Juan se hizo oír:
-¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más responsable que una gaviota que ha encontrado y que persigue un significado, un fin más alto para la vida? ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los peces, pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, para descubrir; ¡para ser libres! Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre lo que he encontrado.
La bandada parecía de piedra.
-Se ha roto la hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo cerraron solemnemente sus oídos y le dieron la espalda.
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más allá de los lejanos acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos y a ver.
Aprendía más cada día. Aprendió que un picado aerodinámico a alta velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba a tres metros bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni pan duro para sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta durante la noche a través del viento de la costa, atravesando ciento cincuenta kilómetros de sol a sol. Con el mismo control interior, voló a través de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y deslumbradores... mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Lo que antes había esperado conseguir para toda la bandada, lo obtuvo ahora para si mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que había pagado. Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, al desaparecer aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.


Richard Bach.