domingo, 20 de abril de 2014

Lo recordamos a él: Gabriel García Márquez.

Cuando iba a la secundaria, nuestra profesora de literatura nos daba para leer algunos libros y después nos tomaba examen.
Fue así como leí "Relato de un náufrago", lo recuerdo con un obligatorio gusto a sal:



"La luz de cada día

No amaneció lentamente, como en la tierra.  El cielo se puso pálido, desaparecieron las primeras estrellas y yo seguía mirando primero el reloj y luego el horizonte.  Aparecieron los contornos del mar, habían transcurrido doce horas, pero me parecía imposible.  Es imposible que la noche sea tan larga como el día.  Se necesita haber pasado una noche en el mar, sentado en una balsa y contemplando un reloj, para saber que la noche es desmesuradamente más larga que el día.  Pero de pronto empieza a amanecer y entonces uno se siente demasiado cansado para saber que está amaneciendo.

Eso me ocurrió en aquella primera noche de la balsa.  Cuando empezó a amanecer ya nada me importaba.  No pensé ni en el agua ni en la comida.  No pensé en nada hasta cuando el viento empezó a ponerse tibio y la superficie del mar se volvió lisa y dorada.  No había dormido un segundo en toda la noche, pero en aquel instante sentí como si hubiera despertado.  Cuando me estiré en la balsa los huesos me dolían.  Me dolía la piel.  Pero el día era resplandeciente y tibio, y en medio de la claridad, del rumor del viento que empezaba a levantarse, yo me sentía con renovadas fuerzas para esperar.  Y me sentí profundamente acompañado en la balsa.  Por primera vez en los 20 años de mi vida me sentí entonces perfectamente feliz.

La balsa seguía avanzando, no podía calcular cuánto había avanzado durante la noche, pero todo seguía siendo igual en el horizonte, como si no me hubiera movido un centímetro.  A las siete de la mañana pensé en el destructor.  Era la hora del desayuno.  Pensaba que mis compañeros estaban sentados en la mesa comiéndose una manzana.  Después nos llevarían huevos.  Después carne.  Después pan y café con leche.  La boca se me llenó de saliva y sentí una torcedura leve en el estómago.  Para distraer aquella idea me sumergí en el fondo de la balsa hasta el cuello.  El agua fresca en la espalda abrasada me hizo sentir fuerte y aliviado.

Estuve así largo tiempo, sumergido, preguntándome por qué me fui a la popa con Ramón Herrera, en lugar de acostarme en mi litera.  Reconstruí minuto a minuto la tragedia y me consideré como un estúpido.  No había ninguna razón para que yo hubiera sido una de las víctimas: no estaba de guardia, no tenía la obligación de estar en cubierta.  Pensé que todo había sido por culpa de la mala suerte y entonces volví a sentir un poco de angustia.  Pero cuando miré el reloj volví a tranquilizarme.  El día avanza rápidamente: eran las once y media."


Gracias, maestro.

Cariños.

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