Todavía no fui a la maravilla, mucho viento y lluvia, por ahora visito la
periferia, la miseria de este pueblo que tuvo la gracia de ver agua correr.
Veo la miseria y el desesperado intento por sobrevivir de mujeres vendedoras
de placer. Viejas, gordas, tersas, altas, celulíticas y fibrosas, desfilan
constantemente por estas calles. Visitadoras
serviciales, samaritanas del amor, como decía Perales.
Son las ocho de la
mañana, salí a caminar con un termo y un mate en la mano aprovechando un lapsus entre lluvia y lluvia. Una mujer alta con tacos negros. Alta, muy alta con esos finos tacos. Calzas delatoras de una figura envidiable en color rojo brillante, pelo suelto y lacio. Maquillada en el medio de la selva.
Esta mujer está en la vereda frente a un
hotel barato. Su cuerpo es el de una
mujer esbelta, sus ojos me dicen que es una niña.
Sus ojos no mienten como sus piernas y su piel de terciopelo me lo confirma cuando paso cerca de ella. Sale una señora mayor del lugar terrorífico y le dice “Vení, pasá
por acá”. La mujer-niña se descruza de
brazos, sube la escalera de entrada y anda por los pasillos, arrastrando los
tacos como si nada le importara.
Esta escena me recordó al célebre Nabokov, más precisamente
a su flamante “Lolita”, por este cliché.
Una
imperdible joya literaria, un clásico que hay que leer, al menos, una vez en la
vida. Si sos valiente, eso sí.
“Un
instante después, oí cómo mi amor corría escaleras arriba. Mi corazón se
ensanchó con tal fuerza que casi estalló en mi pecho. Me sujeté los pantalones del pijama, abrí la
puerta y simultáneamente Lolita apareció jadeante con su vestido dominguero, y
cayó en mis brazos, y la boca inocente de mi adorada palpitante se fundió bajo
la feroz presión de unas oscuras mandíbulas masculinas”
Extraído
de “Lolita” de Vladimir Nabokov, París. Lolita, en la obra maravillosa de Nabokov, tenía nada más que 12 años. Año 1955...
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